No se trata solo de una cuestión de dinero, que también lo es. La tensa, crispada y polarizada campaña electoral brasileña ha constatado que existe un nuevo rostro socio-político e institucional en Brasil que hace más compleja la gobernabilidad del gigante sudamericano.
Tres son los grandes desafíos que tiene por delante el nuevo gobierno que asumirá el 1 de enero de 2023.
1-. En primer lugar, Lula tiene que tratar de ir restañando las heridas que ha dejado la batalla electoral. Una sociedad no solo polarizada sino crispada y dividida, donde aparecen dos visiones de país contrapuestas y sin capacidad de tender puentes donde el sentimiento de rechazo predomina sobre los de consenso.
Las elecciones dejan dos visiones de país y del mundo no solo diferentes sino incompatibles. El resultado muestra un país dividido casi exactamente a partes iguales, al 50%: Luiz Inacio Lula da Silva logró su resurrección política con su triunfo ajustado en la segunda vuelta por 50,9% de los votos frente al 49,1% del presidente Bolsonaro. El resultado, el más estrecho en la historia, es un fiel reflejo de la polarización extrema que atraviesa al país. Además, ha dejado un rastro de crispación y violencia. Investigadores de la Universidad Federal del Estado de Río de Janeiro contabilizaron 212 episodios de violencia política entre julio y septiembre de 2022, un 70% más que en el mismo período previo a las elecciones municipales de 2020.
Con esa herencia de fractura social, Lula da Silva deberá tratar de restañar heridas a la vez que busca construir gobernabilidad. De hecho, en su discurso ya lanzó la idea de que gobernará “para 215 millones de brasileños, y no solo para los que votaron por mí. No hay dos Brasil. Somos un solo país, un solo pueblo, una gran nación”. Además, la campaña ha hecho un enorme daño a la institucionalidad, algo que también habrá que tratar de reparar. Tres de cada cuatro partidarios de Bolsonaro confían poco o nada en el sistema de votación de Brasil, según varias encuestas de los últimos meses.
2-. Además, Lula regresa al poder con un panorama de enorme complejidad en el que la prioridad número uno, y condición sine qua non, es alcanzar la gobernabilidad. Sin gobernabilidad no hay posibilidades de que Brasil encare los retos del corto y del medio plazo en todos los ámbitos. La habilidad de Lula, un zorro político acostumbrado a transar, choca con un panorama de malestar ciudadano, fragmentación política y mayoría opositora en los estados y en el legislativo. Sin embargo, Lula tiene opciones de encontrar apoyos entre algunos de quienes se han inclinado -más por pragmatismo que por ideología- por Bolsonaro.
Lo que está claro es que el gobierno de Lula da Silva será un gobierno débil: Lula se enfrenta a un legislativo no solo muy dividido, eso es una tradición en este país, sino donde la posibilidad de llegar a acuerdos es más difícil -pero no imposible- porque los elementos más polarizantes tienen una elevada representación. Un Congreso muy fragmentado y polarizado, unido a un legislativo con mayores competencias y poderes, hace más difícil la convivencia con el ejecutivo.
En el Congreso, Lula no tiene mayoría simple y el esfuerzo negociador para conformar mayorías va a ser más desgastante en este periodo. El legislativo es mayoritariamente de derecha, pero no bolsonarista: apelando al centro y al centro-derecha Lula podría encontrar apoyos. Además, si bien es cierto que la mayoría de los gobernadores son de derecha, muchos de ellos están abiertos a negociar con Lula. Es el caso del exministro de Bolsonaro y ahora gobernador electo de Sao Paulo, Tarcísio Gomes de Freitas, quien ha anunciado que “vamos a mirar por el interés del estado de São Paulo. Entiendan que, para que podamos traer políticas públicas, es fundamental aliarnos con el Gobierno federal. Entiendo que el resultado de las urnas es soberano. Fueron unas elecciones duras, apretadas. Y nos muestra que tenemos pensamientos que dividen el país, una más progresista y otra más conservadora. Pero el resultado es soberano”.
3-. Finalmente, el gobierno de Lula debe diseñar una ruta de largo plazo y una agenda integral de reformas para que Brasil recupere, en lo geopolítico, su liderazgo internacional y latinoamericano, en lo económico se integre plenamente en la IV Revolución industrial-tecnológica y en lo social y medioambiental alcance un desarrollo sostenible y sustentable.
El Brasil que va a heredar Lula no es el de 2003, cuando llegó a la presidencia en plena “Década Dorada” y bonanza de las materias primas. Es u país que ha logrado controlar la inflación gracias a una rápida acción del Banco Central dirigido por Roberto Campos Neto, pero que no ha llevado a cabo reformas estructurales desde los años 90, lo que ha provocado que la economía del país haya ido quedando obsoleta. Desde 2011 el país crece muy por debajo de la media mundial. En los últimos diez años, el crecimiento económico de Brasil ha promediado solo un 0,3 % anual, menos de la mitad de la tasa de crecimiento de la población.
Las reformas estructurales que no se hicieron durante la bonanza (2003-2013) ni durante la crisis económica y político-institucional (2013-2018) no a causa de la pandemia (2020-21) toca hacerlas ahora si Brasil no quiere seguir perdiendo los trenes de la modernidad. El contexto, eso sí, no es el más favorable: un gobierno sin mayoría, con una sociedad y clase política polarizadas y poco dadas a los consensos y todo ello en plena crisis mundial.
A su favor se encuentra un Lula da Silva que es un animal político, capaz de acordar hasta con antiguos enemigos políticos (su vicepresidente Alckmin) que tiene el apoyo de una comunidad internacional preocupada por el futuro de la Amazonía y que desea contar con Brasil como aliado frente a Rusia y China. Un Brasil de Lula que va a regresar a los foros regionales (a la Celac) y a tener un papel importante en la geopolítica mundial.