Las guerrillas fueron reacciones militares para confrontar crisis políticas centroamericanas, a inicios de los sesenta. Conflictos sangrientos que se prolongaron artificialmente hasta la década de los noventa, en una confrontativa lucha por el control geopolítico de la región. Bajo contradictorios discursos justificativos surgieron grupos armados en El Salvador, Nicaragua y Guatemala.
Según la versión histórica que se acepte, aquellos “levantamiento populares” pretendían salvar a ciertos países de clases dominantes, de oligarquías opresoras y de un pasado colonizador que había dejado en la pobreza a muchos ciudadanos. Sin embargo, la otra cara de la moneda -más evidente con el transcurso tiempo- sostiene que obedecían a disputas por el control territorial de potencias que luchaban más visiblemente en otros escenarios mundiales, y aquí necesitaban esa cobertura social que permitiera sustentar los combates y justificar los movimientos subversivos.
Por años, El Salvador, Guatemala y Nicaragua pusieron los muertos de una disputa entre la entonces Unión Soviética y los Estados Unidos. Los primeros financiaron con armas, distintas formas de cooperación y sobre todo entrenamiento y ayuda, a grupos de idealistas que querían cambiar un mundo que pensaban no era el adecuado. Los otros, los Estados Unidos, reaccionaron poniendo y quitando dictadores que les facilitaran la misión de combatir insurgencias que no obedecían a ningún proyecto político, de desarrollo social o económico, sino que por el contrario pretendían tomar el poder para hacer lo que hicieron en Cuba: un pacto con la Unión Soviética que permitiera controlar la geopolítica regional.
Con los procesos de paz, coincidentes justamente -como no podía ser de otra manera- con la caída de la Unión Soviética, las distintas guerrillas se transformaron en partidos políticos. El Frente Farabundo Martín de Liberación Nacional (FMLN), la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) legalizaron su situación y saltaron a la arena política. En Nicaragua, tomaron al poder y tras sucesivas idas, venidas y negociación con otros partidos políticos, terminaron por encarcelar a sus propios miembros disidentes y de la oposición y establecieron una dictadura como la que ahora impera con el régimen Ortega-Murillo. En El Salvador no fueron nada exitosos, y después de sustituir al gobierno del discutido partido ARENA -con un discurso de alternativa al desarrollo económico, el progreso social y otras cuestiones incluidas en esos típicos discursos- fracasaron y abrieron las puertas a un Bukele disidente que cada día se revela más como un populista con alto grado de autoritarismo. Por su parte, Guatemala fue el país en el que la guerrilla nunca tuvo un significativo protagonismo político después del proceso de paz. La URNG, y otros partidos del entorno, nunca obtuvieron más de un 3% de los votos y no más de tres diputados de media, según la legislatura. Ese fracaso conduce inevitablemente a la pregunta de cuál era el proyecto de cambio político sostenido por más de 36 años de conflicto pero, sobre todo, qué grado de aceptación social tenían, especialmente tras analizar los magros resultados políticos obtenidos en democracia.
El fracaso de esos tres movimientos, en el cambio político-social, conduce a la reflexión de que, detrás de la lucha armada, no había realmente ningún proyecto político-social ni mucho menos suficiente aceptación de la ciudadanía de cada país, más bien fue reflejo artificial de potencias confrontadas en un espacio.
En pleno siglo XXI ya no es posible ni justificable el sostenimiento de movimientos armados internos. De esa cuenta, la evolución en estos países -en unos más que en otros- ha sido un salto cualitativo hacia el autoritarismo, lo que responde a intereses de potencias como Rusia o China, más que a los EE.UU. que han perdido influencia en la zona. Visible es el actuar del presidente Bukele en El Salvador y del binomio Ortega-Murillo en Nicaragua, pero no menos trascendente la consolidación de esa forma despótica de actuar en Guatemala y todo apunta a que, en el corto plazo, en Honduras.
Con el apoyo de Rusia y China -y una notable ausencia de política exterior efectiva de los EE.UU..-, los autoritarismos, disfrazados de dictadores, populistas o de demócratas, apenas formales, se instalan en la región sustentados por el narcotráfico y el crimen organizado, ya que los modelos clásicos de financiación electoral parecen haberse sustraído de la vida pública.
Lo peor de todo es que aquel periodo histórico y trascendental -desde 1960 hasta el 2000- pareciera haberse olvidado por los nuevos votantes que siguen escuchando cantos de sirena donde realmente hay ruido de cíclopes. Los votantes jóvenes, más volcados en redes sociales y en cortos mensajes que en libros de historia o hemerotecas, se alejan de medianas o profundas reflexiones y escuchan a estos émulos de dictadores con discursos que pretenden ser democráticos. Desean que el Estado social les arregle todas sus exigencias: educación y salud gratis, transporte sin costo, vivienda accesible y, en general, que todos los servicios y muchos bienes sean pagados por el Estado, ese constructo a quien se le culpa de todos los males, pero que no es identificable y cuyo teléfono nunca se consigue para poder exigirle sus “responsabilidades” por no saber satisfacer aquellas expectativas.
La falta de tutelaje efectivo en la región, por parte de EE.UU, la creciente penetración de China y Rusia, el fracaso de los movimientos de lucha y la falta de democracia real, unido al papel del narcotráfico y el crimen organizado en la zona y a esa tendencia moderna de aceptar la superficialidad de las redes, parece conducir irremediablemente, a la mayor parte de países centroamericanos, a lugares muy alejados de las democracias liberales y más cerca de los populismos y autoritarismos del siglo XXI.