La actualidad de casos puntuales, como la reciente detención de Rafael Quintero, un importante líder criminal mexicano, o el asesinato del hijo del expresidente de Honduras, Porfirio Lobo, por un grupo de sicarios, hace visible el problema del crimen organizado en América Latina.
En cada uno de estos dramáticos acontecimientos se repite insistentemente, por parte de los medios de comunicación y buena parte de los expertos de seguridad, un análisis simplificado de la realidad y que reduce el problema a la ausencia de Estado en extensas áreas del territorio. Este sin duda no es un problema menor, pero bajo este discurso, en última instancia, pareciera que la solución pasa por contratar más funcionarios, en particular policía y juzgados con recursos y medios suficientes, en los espacios donde esta representación es escasa.
La pregunta es, ¿se resolvería el problema, con mayor presencia del Estado? Lamentablemente no. En las grandes ciudades, con numerosa población y donde se encuentran las sedes de las instituciones estatales y la presencia del Estado es evidente, el crimen organizado se ha constituido en un poder fáctico, como en Río de Janeiro, Guayaquil, El Callao, Caracas, Acapulco o los centros urbanos centroamericanos.
Otro ejemplo significativo son los centros penitenciarios. Son un espacio estatal por definición. Se trata de recintos custodiados y vigilados por funcionarios. En este caso, de nuevo puede volver a decirse que la ratio de funcionarios no es suficiente, máxime considerando que estos centros se encuentran superpoblados. Aquí el hacinamiento, un hecho cierto y de suma gravedad, es el otro argumento al que se recurre para explicar la presencia del crimen organizado. A lo largo de toda la región, Brasil, Ecuador, Centroamérica, Bolivia, Venezuela, entre otros países, las redes criminales controlan la vida de las cárceles y a los presidiarios. Ante esta situación, aunque una cárcel, ya no es un lugar aislado y sin vigilancia policial. De nuevo cabe la misma pregunta. ¿Si aumenta el número de funcionarios del sistema penitenciario y los medios de vigilancia en particular, se erradica el crimen organizado de las cárceles? La respuesta sigue siendo negativa.
Estas respuestas negativas se deben a dos aspectos fundamentales que no se contemplan en la mayoría de los análisis:
- Prevalece la idea que el crimen organizado, al ser un actor criminal, vive al margen de la sociedad y conforme más aislado y distante se encuentre de la sociedad, más espacios tiene de acción para cometer hechos delictivos. Sin embargo, muy al contrario, el crecimiento de las redes criminales y su poder, depende de su capacidad para permear el Estado y la sociedad.
- El problema de la seguridad no es, o no solo, cuantitativo, sino cualitativo. Para garantizar seguridad, sin duda, es imprescindible la presencia del Estado, pero con la condición indispensable de erradicar los altos niveles de corrupción existentes. De lo contrario, el crimen organizado, no tendrá menos posibilidades, sino que aumentarán las oportunidades de contar con la complicidad de funcionarios corruptos.
- No hay mejor protección que el Estado, también para los criminales y dependiendo de esta, los márgenes de actuación y de poder serán mayores. Por ello, el poder criminal no depende de su distancia y marginalidad con respecto al Estado, sino del grado de complicidad con sus funcionarios. El mejor escenario posible es actuar ilegalmente, con impunidad.
- La corrupción es el medio imprescindible para lograr esta complicidad y este problema no se resuelve con más funcionarios, si no se erradica la corrupción. América Latina, es la región que invierte más en seguridad, pero este esfuerzo no tendrá resultados, sino no establecen mecanismos de control y transparencia, para los representantes del estado y políticas dirigidas a rechazar la tolerancia social con la participación activa de la ciudadanía.
Esta corrupción hace posible la privatización de espacios y de poder estatal, que se “venden” a redes que generan violencia e inseguridad, bloquean el desarrollo y erosionan la gobernabilidad, con impunidad, ya sea en territorios alejados de las ciudades, en barrios de estos mismos centros urbanos o en centros penitenciarios. En efecto, falta Estado, pero un Estado cuyos representantes que trabajen por el bien público y no por el bien particular, quienes emplean sus cargos, como patrimonio propio, poniendo en venta sus competencias, al mejor postor, de acuerdo a la existencia de una cultura del privilegio.