El pasado 19 de octubre fue un ejemplo de la situación que se vive en América Latina. La acumulación de noticias en esa jornada echaba luz sobre los retos y principales problemas que planean sobre una región convulsionada y acosada.
Ese día los más importantes diarios latinoamericanos abrían con las protestas violentas en Chile, la decisión de Guillermo Lasso de declarar el estado de excepción en Ecuador, el secuestro de 17 misioneros en Haití, la subida del riesgo país en Argentina, las movilizaciones contra el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador… Noticias que se unían a las aparecidas en días anteriores sobre los problemas de Pedro Castillo para arrancar y dar estabilidad a su gobierno, las pugnas institucionales en Brasil, la deriva dictatorial en Nicaragua y la volatilidad que destila el México de López Obrador. Y el día siguiente, el 20 de octubre, amanecía con los disturbios en Guatemala donde una agrupación de ex miliares trataron de asaltar el Congreso.
Una región convulsionada y acosada
América Latina se ha convertido en una región del mundo convulsionada por un malestar social y parálisis económica que se tradujo en 2019 en una oleada de protestas, que renacieron en 2020 (Perú y Guatemala) y que ahora en 2021 se repiten en Chile.
Y es una región acosada por la polarización política que destruye los consensos sociales (Argentina, Bolivia, México y Brasil) e impide impulsar agendas-país; acosada, asimismo por el ascenso de autoritarismos, como en Nicaragua y El Salvador; por la preponderancia de la incertidumbre y volatilidad (Colombia, Chile y Perú) y por la penetración del crimen organizado (Ecuador) que ha convertido a algunas naciones en estados fallidos (Haití).
Frente a estos retos los estados y las sociedades latinoamericanas se encuentran sin herramientas suficientes para hacer frente al desafío. Estados subfinanciados, ineficaces e ineficientes. Instituciones sin capacidad para articular políticas públicas y canalizar el descontento. Sociedades fracturadas de forma transversal y economías poco productivas y competitivas que han colocado a la región en la periferia de la IV Revolución Industrial.
No hay soluciones mágicas ni balas de plata para salir de semejante crisis. Pero por este sendero al final del camino se encuentra el precipicio que conduciría a la región a la “africanización”. Son, por lo tanto, imprescindibles la firma de amplios pactos sociales, nuevos contratos sociales que suponga un nuevo marco de relación entre gobiernos y ciudadanía. Una vez pasada la pandemia, los países latinoamericanos van a tener por delante otros desafíos.
A medio plazo, la reconstrucción económico-social tras la recesión y el parón productivo. En paralelo, diseñar un Estado eficaz, unas administraciones públicas eficientes y una matriz productiva diversificada y basada en la innovación. En ese mismo contexto, el gran reto, en este caso político-social, consistirá en elaborar un nuevo contrato social, más urgente aún si cabe tras las protestas de 2019 que ahora vuelven a emerger y por las consecuencias que sobre las sociedades latinoamericanas ha temido la hecatombe económica en 2020.
La necesidad de un nuevo contrato social
Los gobiernos afrontan la asignatura pendiente de encauzar y dar respuesta a las demandas sociales que emergieron en 2019 y que continúan vigentes y agravadas. Los cambios que ha experimentado América Latina desde los años 90 se deben al ascenso de una heterogénea clase media, compuesta por sectores mesocráticos consolidados y otros vulnerables, así como la llegada al mercado laboral de crecientes oleadas de jóvenes más preparados, empoderados por las redes sociales y exigentes, que no encuentran salida a sus demandas. Todo ello obliga a los Estados a elaborar nuevos marcos legales, políticos e institucionales que propicien la cohesión social como vía para fortalecer las instituciones democráticas incrementando el vínculo entre ciudadanía y Estado y dando respuesta a las demandas ciudadanas a fin de evitar la actual pérdida de legitimidad –como demuestra la creciente desafección ciudadana–, que pone en riesgo su continuidad y estabilidad.
Ese pacto social debe combatir la desigualdad no sólo de ingresos sino de oportunidades y de trato, y garantizar un crecimiento sostenible y sostenido. Se trata de construir Estados transparentes con rendición de cuentas (antídoto frente a la corrupción que erosiona la democracia). Las administraciones eficaces y eficientes son necesarias para poner en marcha políticas públicas que garanticen la seguridad ciudadana y jurídica y la equidad (igualdad de trato y oportunidades y garantía de progreso individual e intergeneracional), que promuevan el bienestar (empleo formal y una mejor calidad en educación, salud y transporte) y la viabilidad del sistema de pensiones, y que mejoren las opciones de las nuevas generaciones que se incorporan al mercado laboral, que buscan empleos que no sean informales.
El nuevo contrato social parte de la necesidad de contar con instituciones eficaces y eficientes, transparentes, no cooptadas por intereses particulares y capaces de dar respuestas adecuadas, mediante políticas públicas eficientes, a las demandas ciudadanas. Las administraciones públicas latinoamericanas están fracasando a la hora de canalizar las demandas ciudadanas. Ya en el Latinobarómetro de 2018 se veía que un 78% reconoce tener poca o ninguna confianza en su gobierno, un 20% más que hace una década. Tampoco tienen confianza en las elites, en un contexto de crecimiento de un fuerte sentimiento antielitista.
Asimismo, la satisfacción con los servicios públicos, según el Latin American Public Opinion Project, cayó en una década del 57% al 41% y el apoyo a la democracia en la región bajó del 67,6%, en 2004 al 57,7% en 2019. El desafío pasa por construir una administración eficaz y eficiente, lo cual implica no tanto “más Estado” sino “mejor Estado” (burocracias pequeñas y flexibles): administraciones profesionalizadas, ajenas a los intereses partidistas, con las suficientes herramientas financieras (mayor músculo fiscal) y tecnológicas (utilizando innovaciones digitales para mejorar la gestión de la información y racionalizar los procesos administrativos). Esto último conlleva acometer la transformación digital del Estado no sólo para la toma de decisiones sino para preservar la transparencia facilitando un mayor acceso a la información y su uso eficaz para evitar la corrupción y mejorar la gestión. La lucha contra la pandemia está fortaleciendo a los Estados latinoamericanos y es un buen momento, a partir de una carga adicional de legitimidad, para emprender un proceso de reformas que conduzca a Estados mejor estructurados, más eficientes y mucho más preocupados que en el pasado por el interés general y no por intereses sectoriales.
Para conseguir estos objetivos se requieren recursos financieros y humanos pero los países latinoamericanos recaudan poco –la mayoría– y gastan mal, lo que produce administraciones públicas con poco músculo y lastradas por la falta de confianza entre la ciudadanía y las empresas. América Latina acumula cuatro años sin mejorar en el estudio de Transparencia Internacional sobre corrupción y sólo tres países –Uruguay, Chile y Costa Rica– están sobre la media mundial. Finalmente, se trata de promover un servicio público técnicamente competente y fiscalmente sostenible que logre resultados que respondan a las necesidades ciudadanas.
El nuevo contrato debe cimentar la relación entre ese Estado más eficaz y eficiente y la ciudadanía para garantizar, sostener y profundizar la gobernabilidad democrática. Debe tener un marcado acento social, desprendido de cualquier sesgo proelitista, que atienda y dé respuesta a las demandas en torno a una educación de excelencia, un sistema de salud de calidad y universal y unas pensiones dignas. Los sectores sociales emergentes aspiran a obtener y preservar la mejora social tanto a escala personal como intergeneracional. Esta última pasa por un sistema educativo que otorgue a las nuevas generaciones las herramientas formativas necesarias para insertarse en el mercado laboral y responder a las exigencias de la revolución tecnológica.
En este aspecto los Estados latinoamericanos, si bien han conseguido erradicar el analfabetismo, no han logrado financiar una política educativa que promueva la excelencia ni se adapte a las nuevas demandas. El problema no es tanto de cantidad del gasto (salvo para para Haití, Guatemala y Perú, los que menos invierten en educación) sino de calidad: la porción más importante va a las universidades, no a las escuelas primarias y secundarias y mucho menos a la preescolar. Otra parte se pierde en plazas fantasma de profesores, contratos inflados, beneficios sindicales y otras formas de corrupción. Además, los métodos de enseñanza se encuentran desactualizados, al margen de la revolución tecnológica, lo que redunda en una baja motivación de los estudiantes.
Otra asignatura pendiente es la de propiciar una adecuada formación laboral, que responda a las demandas de las nuevas generaciones, con empleos formales y de calidad. La informalidad laboral condena a los jóvenes a trabajos precarios y deja a una parte considerable de la población fuera de un sistema de pensiones, para el que no ha cotizado..
El nuevo contrato social debe garantizar pensiones dignas, de alcance universal y fiscalmente sostenibles. En muchas de las protestas y movilizaciones que sacudieron la región está presente el temor por las pensiones futuras y presentes, que no garantizan la calidad de vida. El problema puede agravarse al perder América Latina el bono demográfico que le favorecía, ya que el envejecimiento poblacional se acelerará en las próximas décadas. Para 2050, la población mayor de 65 años se triplicará, lo que hará más difícil y costoso satisfacer la creciente demanda de servicios públicos como salud y jubilación.