Pedro Castillo asumió este pasado 28 de junio como presidente del Perú prometiendo que impulsará durante su gobierno la convocatoria de una Asamblea Constituyente para sustituir la actual constitución de 1993 («Una de nuestras banderas políticas es la convocatoria a una Asamblea Constituyente»). En su discurso pareció primar lo urgente (al menos aparentemente urgente para el mandatario, el cambio de la carta magna) sobre lo importante (las reformas integrales y estructurales). Si bien con tono moderado y conciliador y consciente de que no tiene la fuerza política y la bancada necesaria, anunció que “el pueblo peruano debe tener la seguridad de que no queremos hacer cambios por el simple deseo de hacerlos. Insistiremos en esta propuesta, pero siempre en el marco de la ley y con los instrumentos legales que la propia Constitución vigente proporciona. Tengan la seguridad que nunca se hará tabla rasa de la legalidad”.
Esta iniciativa de reforma constitucional del nuevo mandatario se sitúa dentro de la actual coyuntura latinoamericana en la que, como ya ocurriera en anteriores periodos como en los años 90 (en Brasil, Perú, Argentina etc) o en los 2000 (Venezuela, Bolivia, Ecuador…), las naciones del subcontinente vuelven a entrar en un periodo no de reformas constitucionales sino de elaboración de nuevas cartas magnas. No optan por el modelo chileno que reformó su constitución pinochetista en dos ocasiones (en 1989 y 2005) sino que prefieren hacer tabula rasa con el pasado y empezar desde cero. Es el camino que ha emprendido ahora Chile, donde una Convención Constituyente ha empezado a elaborar el nuevo marco constitucional. Y es la idea que parece tener en mente Pedro Castillo en Perú y la que mantenía, hasta su asesinado, Jovenel Moïse en Haití. Todo apunta a que ese sendero va a ser seguido en otros países: por ejemplo, en El Salvador de Nayib Bukele.
Las constituciones, que son un contrato social contingente que responde a una coyuntura política, social, económica y cultural, portan en su seno con un proyecto-país de largo plazo. Sin duda los cambios de época y de coyuntura provocan que se deban adecuar y reformar y, teóricamente, en circunstancias excepcionales sustituir por unas nuevas. No son textos intocables grabados en piedra sino que deben ser flexibles para adaptarse a los tiempos nuevos y a las transformaciones sociales.
En el mundo ha habido numerosos modelos en cuanto a la continuidad o no de los marcos constitucionales, entre los que destacan dos. El de aquellos países como EEUU que han mantenido desde su independencia su carta magna si bien reformada a través de enmiendas. Y el otro modelo es el de los países latinoamericanos que han tenido numerosas cartas magnas a lo largo de su historia y que han optado por crear exnovo constituciones y no reformar las ya existentes. Detrás de esta tendencia ha habido siempre impresa una cierta idea de que las constituciones, por el mero hecho de redactarlas, contenían un poder taumatúrgico y capacidad de arreglar los problemas que lastran a una sociedad. El historiador mexicano José Antonio Aguilar Rivera lo definió como la marcha de los países de la región “en pos de una quimera”.
Reformas estructurales/reforma constitucional
Más allá de lo acertado o no que sea este proceso de sustitución de la constitución, que en el caso chileno viene avalado por un referéndum en el que el 80% de la población aprobó el inicio de una constituyente, parece claro que:
1-. En primer lugar, una constitución debe ser un marco de convivencia para toda o por lo menos para la gran mayoría de la población.
No puede ser una constitución de partido ni una constitución producto de venganzas políticas. Las minorías deben ser tenidas en cuenta y no pretender pasar facturas. Esas cartas magnas deben nacer del consenso y de amplios acuerdos.
2-. En segundo lugar, más allá de la constitución hay otras abundantes materias sobre las que legislar, las cuales en muchos casos van a permitir más avances sociales, institucionales y económicos que las propias reformas constitucionales.
En el caso de Perú, antes que introducirse en un siempre desgastante proceso electoral-constitucional, es vital impulsar un conjunto de reformas para hacer más eficaz y eficiente la administración pública y el estado, más competitiva y productiva la economía y más sostenible social y medioambientalmente el país.
En este sentido, es muy urgente una reforma que incentive el paso de la informalidad, que ronda más del 75%, a la formalidad de amplios sectores de la población;
También una nueva legislación sobre partidos políticos que propicie la creación de un sistema partidista fuerte, capaz de encauzar las demandas sociales, que dificulte la creación de partidos cooptados por intereses de todo tipo y por liderazgos con intereses privados.
Asimismo, Perú lleva lustros esperando una profunda reforma del estado para construir administraciones transparentes y eficaces sostenidas por un sistema fiscal equilibrado y capaces de construir un marco de seguridad jurídica que no solo atraiga inversiones sino que dé, como resultado final, unas sólidas alianzas público-privadas.
En definitiva, un posible cambio constitucional resulta en muchas ocasiones ilusionante y despierta enormes expectativas, pero a la hora de la verdad, poseen mucho mayor alcance las reformas estructurales, las cuales no despiertan pasiones y, sin embargo, son las llaves que abren el camino hacia la modernización social, económica y político-institucional, pilares sobre los que vincularse a la revolución tecnológica.