En este tercer decenio del siglo XXI se ha consolidado un cambio en el escenario político latinoamericano provocado (más bien acelerado) por la pandemia pero cuyas raíces se encuentran en la propia historia de la región. En especial en el periodo más reciente, desde los 80 a la actualidad y, sobre todo, a partir de 2013 con el fin de la bonanza económica durante el “decenio dorado” (2003-2013).
La América Latina homogénea de los años 90, plagada de gobiernos vinculados, de una manera u otra, a lo que se dio en conocer como “políticas neoliberales”, dio paso, tras la crisis de la “Media Década Perdida” (1997-2002), al llamado “giro a la izquierda” (2005-2015). Un término poco preciso que englobaba tendencias diferentes y figuras tan disímiles como líderes reformistas (Lula da Silva en Brasil) o socialdemócratas como Michelle Bachelet en Chile junto a “socialistas del siglo XXI” como Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia. Incluso entre los conocidos como “chavistas” había grandes diferencias: les unía su autoritarismo y exclusivismo a la hora de controlar los resortes del estado pero sus políticas económicas eran muy diferentes.
Además, en medio de esos gobiernos de centroizquierda e izquierda, había excepciones como la del México del PAN o la Colombia uribista que no podía ser adscritos a una corriente de izquierda sino, más bien, todo lo contrario. El Perú de Toledo, Alan García u Ollanta Humala se encontraba en otra dimensión pues no eran gobiernos de derecha ni podían adscribirse plenamente a ninguna de las izquierdas (sin duda nunca a la del “socialismo del siglo XXI”).
De los “giros” al voto de castigo (2005-2021)
El desgaste de la hegemonía de las diferentes izquierdas y, sobre todo, el empeoramiento del clima económico desde 2013 provocó que, en torno a 2015, se hablara en la región de un nuevo “giro”, esta vez “a la derecha” que evidenciaban triunfos como el de Mauricio Macri en Argentina, la caída de Dilma Rousseff en Brasil o la victoria de Pedro Pablo Kuczynski en Perú. Un giro hacia el centroderecha que era más un voto de castigo a los oficialismos que un decantamiento de tipo ideológico por parte del electorado. Entre 2015 y 2019 la ciudadanía penalizó a quién estaba en el poder (mayoritariamente presidentes y partidos de centroizquierda o izquierda) y desde hace dos años (2019) ese castigo sigue siendo a quien ocupa un poder que ahora, dando lo ocurrido en el anterior periodo, es mayoritariamente de centroderecha o derecha.
Como refleja un cuadro elaborado por el Real Instituto Elcano desde 2019 ningún oficialismo ha ganado unas presidenciales y los gobiernos que han vencido en legislativas o bien ha perdido escaños (caso de MORENA en México) o su triunfo se debe a unas especiales circunstancia por las que atraviesa el país (El Salvador).
País | Año | Triunfo |
Argentina | 2019 | Opositor (victoria kirchnerista sobre el presidente Mauricio Macri, en el poder desde 2015). |
Uruguay | 2019 | Opositor (derrota del Frente Amplio, en el poder desde 2005, frente a una coalición de centroderecha encabezada por Luis Lacalle Pou). |
Panamá | 2019 | Opositor (victoria del principal partido de la oposición, el PRD de Laurentino Cortizo, sobre la oficialista CD en el poder desde 2014). |
Guatemala | 2019 | Opositor (victoria del opositor Alejandro Giammattei). |
El Salvador | 2019 | Opositor (victoria de Nayib Bukele tras 10 años en el poder del FMLN). |
Bolivia | 2020 | Opositor (victoria electoral del MAS, desalojado del poder en 2019, y derrota de las diversas opciones antimasistas una de las cuales –la de Jeanine Áñez– ocupaba la presidencia). |
República Dominicana | 2020 | Opositor (derrota del PLD, en el poder desde 2004 y triunfo de un nuevo partido encabezado por Luis Abináder). |
Ecuador | 2021 | Opositor (Guillermo Lasso acabó con 13 años de victorias electorales del correísmo). |
Perú | 2021 | Opositor (Pedro Castillo). |
Una América Latina heterogénea
En la actual coyuntura, América Latina es mucho más heterogénea que la de 1990 e incluso que la de la década pasada. Se trata de la Latinoamérica más variada desde el regreso de la democracia en los años 80. Una región que, a la hora de analizarla, debe ser contemplada desde diferentes estratos y niveles:
1-. En una primera categoría se encuentran los países que han dejado de ser democráticos
De una dictadura en los año 80 (Cuba) se ha pasado a tres en 2021. En estas cuatro décadas han aumentado los países que pueden ser considerados autoritarios: ya no “autoritarismos competitivos” como fueron conocidos hace diez años, apartado en el cual entraban Venezuela y Nicaragua así como Ecuador y Bolivia según algunos politólogos. Regímenes que permitían unas elecciones en las que las condiciones eran claramente desfavorables para la oposición que, de todas formas, concurría e incluso, en ocasiones, podía alcanzar triunfos (en Venezuela, en el referéndum de 2007 o en las legislativas de 2015 y en Bolivia en el referéndum de 2016).
Ahora, esos “autoritarismo competitivos” han desembocado, lisa y llanamente, en dictaduras donde la oposición es perseguida o arrinconada como en Venezuela y descabezada mediante oleada de detenciones como en Nicaragua. Se trata de regímenes que violan los derechos humanos como ha denunciado Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos para el caso de Venezuela. La expresidenta chilena detalló en un nuevo informe el sistema de abusos y torturas aplicado por el régimen de Nicolás Maduro a la población y, sobre todo, a la disidencia opositora. La ACNUDH denunció la violación sistemática de los derechos de las personas acusadas a la libertad, a un juicio sin dilaciones indebidas, a un juicio imparcial y a la asistencia jurídica: “La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) continuó recibiendo denuncias creíbles de tortura o tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. Recibió algunos informes de golpizas, descargas eléctricas, violencia sexual y amenazas de violación. El ACNUDH no tiene conocimiento de ninguna acción emprendida por la Comisión Nacional para la Prevención de la Tortura entre el 1 de junio de 2020 y el 30 de abril de 2021”.
Por su lado, el régimen de Daniel Ortega, en el poder desde 2007, ha acabado convertido en una dictadura como evidencia la detención de más de 20 opositores, algunos de ellos posibles rivales de Ortega en las elecciones presidenciales de noviembre de 2021. Su “autoritarismo competitivo” evolucionó a una dictadura abierta desde 2018 cuando desencadenó una dura represión y violación de los Derechos Humanos ante las protestas en su contra. Le siguió un diálogo con las fuerzas sociales que se convirtió, en realidad, en una “tregua” trampa en la que el gobierno logró reforzarse y sembrar la discordia dentro de una heterogénea oposición donde conviven fuerzas vinculadas al empresariado con sectores más radicales del movimiento estudiantil. El régimen pudo, desde mediados de 2020, diseñar todo un paquete de leyes con el fin de aplicarlas en este año electoral estrategia que le ha servido para descabezar a la oposición y así allanar la reelección de Ortega.
2-. Se ha consolidado un segundo grupo de países latinoamericanos donde está teniendo lugar un continuo deterioro de las instituciones democráticas: se trata de los casos de Honduras, El Salvador y, en menor medida, Guatemala.
Este deterioro institucional en estos países entronca con las ideas expuestas por Steven Levitsky en su libro “Cómo mueren las democracias” quien sostiene que “en América Latina tienes una combinación terrible de un elevado nivel de urbanización, un alto nivel de desigualdad y sistemas de salud pública muy débiles. Es la peor receta. La gente va a acabar más descontenta de lo que ya estaba. Me preocupa que los electorados sean más vulnerables a los populistas de derecha y de izquierda o incluso a figuras militares que prometan resolver los problemas de la gente por otros medios. Los largos periodos de mal comportamiento económico siempre son preocupantes. Y creo que vamos hacia eso en América Latina”.
En Honduras, la reelección de Juan Orlando Hernández en 2017 dañó la estabilidad institucional ya que la Constitución hondureña prohibía que «el ciudadano que haya desempeñado la titularidad del Poder Ejecutivo» vuelva a ejercer como presidente e incluso pena con la pérdida de la ciudadanía a quien la incita o promueva. El mandatario, sin embargo, pudo participar amparado por una cuestionada resolución de una cooptada Corte Suprema de Justicia que en 2015 declaró inconstitucional ese artículo 239 de la Carta Magna. Además, la sombra del narcotráfico ronda al dirigente: su hermano fue condenado a cadena perpetua por narcotráfico en una corte de Nueva York.
Por su lado, en El Salvador, la bancada de Nuevas Ideas -el partido del presidente Nayib Bukele- ha renovado la Corte Suprema de Justicia sin atenerse a lo que marca la norma constitucional. Según el artículo 186 de la Constitución, cada tres años la Asamblea Legislativa tiene derecho a renovar a cinco de los 15 magistrados propietarios y a sus suplentes. Sin embargo, entre mayo y junio, el partido Nuevas Ideas, y sus aliados de Gana, PCN y PDC, ha cambiado más de la mitad de los miembros de la Corte. De esta manera, Bukele, que ha multiplicado sus acciones autoritarias con la prensa o los rivales políticos, controla el poder ejecutivo, en su calidad de presidente, el legislativo, donde Nuevas Ideas tiene mayoría absoluta y calificada con sus aliados, y, ahora, el poder judicial y constitucional.
Manuel Alcántara apunta que “las elecciones legislativas en El Salvador, con una leve mejora en la participación –pero apenas superada la mitad del censo–, consolidaron un escenario de bonapartismo en la figura del presidente Nayib Bukele y sancionaron la aparición de un nuevo partido con vocación hegemónica, Nuevas Ideas. Esta formación, articulada por un programa confuso, está integrada por caras nuevas alineadas en torno al tirón que protagoniza el caudillo más joven de la región. El alto apoyo legislativo del que goza el poder ejecutivo, unido a la elevada popularidad del presidente, se ha proyectado en la manipulación inconstitucional del poder judicial, con el consiguiente deterioro democrático”.
3-. La mayoría de los países de la región se encuentran atrapados no solo en la “trampa de los países de renta media” sino en otra trampa la de la “grieta” (polarización en los extremos) y en la alta fragmentación.
Una trampa que se erige como un obstáculo para generar confianza y, por lo tanto, con amplios consensos que den continuidad y estabilidad en el tiempo a las políticas públicas. Y no solo para impulsar reformas estructurales sino para encarar procesos de cambio institucional y constitucional (como en Chile) que requieren de amplios acuerdos para elaborar marcos legales no partidistas que sean capaces de acoger a la mayoría.
La “grieta” es un término surgido en Argentina que resumía la división política en dos bloques enfrentados y con agendas-país incompatibles: kirchnerismo vs antikirchnerismo. Esa grieta no es exclusiva de Argentina y en diversos países de la región se ha agrandado o ha salido aún más a la luz alimentada por la parálisis económica desde 2013 y por ende por la frustración de expectativas que le acompaña. La crisis de 2020 no ha hecho sino acelerar estas divisiones que se encuentran en la mayoría de las naciones y que se transforman en el principal impedimento para acometer reformas estructurales.
Las grietas se extienden por la región: desde la polarización entorno a la figura de López Obrador en México, a la división entre bolsonaristas y antibolsonaristas en Brasil, pasando por el correísmo/anticorreismo en Ecuador, el evismo/antievismo en Bolivia o el ya viejo chavismo/antichavismo en Venezuela
Perú tiene su propia “grieta”, la pugna fujimorismo/antifujimorismo sumió al país en la ingobernabilidad entre 2016 y 2021, a la que habría que añadir otras grietas étnicas, sociales y geográficas. Desde 2020 esas divisiones han desembocado en una elevada fragmentación igual de paralizante.
4-. Democracias consolidadas con sólidas instituciones más allá de los problemas coyunturales que afrontan
Por último, hay una serie de democracias latinoamericanas con mayor fortaleza institucional, como ocurre en Uruguay o Costa Rica. Un informe de la Unidad de Inteligencia de The Economist señala que la democracia de la región registra su quinto año consecutivo de retroceso y recibe su puntaje más bajo en la historia de este índice (6,09 promedio sobre 10 puntos posibles). Noruega encabeza el ranking 2020 con 9,81 puntos y apenas tres países latinoamericanos clasifican como democracias plenas: Uruguay (15º con 8,61), Chile (17º con 8,28) y Costa Rica (18º con 8,16). En el otro extremo, tres países de la región son clasificados como autoritarios: Nicaragua, Cuba, Venezuela.
Esta situación de estabilidad en países como Uruguay y Costa Rica no impide que haya problemas estructurales no resueltos. Por ejemplo el alto déficit fiscal en el caso costarricense que evidencia el fracaso del sistema de partidos de la nación centroamericana para dar solución a un grave problema que amenaza la estabilidad y que lleva más de tres lustros esperando una solución de consenso y compromiso que no acaba de concretarse. Y Chile, sinónimo de estabilidad desde los 90, ha puesto en cuestión toda esa institucionalidad que le convirtió en ejemplo mundial al iniciar un cambio constitucional que ha desatado muchas expectativas e ilusión pero que ofrece más dudas que certezas.
En definitiva, todo apunta a que se está configurando una América Latina a varias velocidades. Una vinculada cada vez más estrechamente a la revolución tecnológica y a las grandes dinámicas mundiales: ahí estarían México y Brasil, si encuentran gobiernos más consistentes que los actuales, así como otras naciones como Uruguay, Chile, si logra estabilizarse y elaborar un marco institucional inclusivo, y Costa Rica. Una segunda Latinoamérica estaría formada por un conjunto de países que se encuentran en tierra de nadie. Naciones que si hacen los deberes pueden acceder al siguiente escalón pero que si reinciden en la volatilidad e ingobernabilidad claramente perderían posiciones. Ahí se encuentra el Perú, colocado en una encrucijada que oscila entre volver a aspirar a ser una especie de “tigre asiático latinoamericano” o prolongar su crisis institucional y su actual mediocre crecimiento sin desarrollo. Luego se sitúan las naciones que claramente se hallan en la periferia y al margen de la IV Revolución Industrial: por ejemplo los países centroamericanos incapaces de romper con una ya larga inercia negativa; una Venezuela que ha convertido en perenne su actual colapso económico y quiebre institucional; un Haití transformado ya en estado fallido o una Nicaragua, un régimen que ha derivado en autocracia.