La incertidumbre va a ser la peor herencia que va a dejar la pugna entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori que se dilucida el próximo 6 de junio. Una incertidumbre no solo por el resultado – en estos momentos las encuestas muestran una elección muy ajustada con empate técnico entre los dos candidatos- sino sobre todo por las dudas que existen sobre la capacidad de ambos líderes para garantizar la futura gobernabilidad. Y sin gobernabilidad no hay seguridad jurídica ni espacio para impulsar reformas estructurales, apoyadas en amplios consensos, que saquen al país del bajo crecimiento y escaso desarrollo social.
No es, por tanto, una incertidumbre coyuntural la que padece Perú sino estructural y de medio plazo, como mínimo, que, además, prolonga un problema mayor que ningún gobierno, al menos en una década, ha sido capaz de enfrentar: la falta de adecuación de la economía y la estructura social peruana a los retos de la IV Revolución Industrial.
Un Perú atrapado entre la polarización en los extremos y la fragmentación
Perú asiste a unas elecciones entre dos figuras que polarizan el país en los extremos.
Dos liderazgos que no son capaces de ofrecer amplios consensos sino rupturas traumáticas cuando los retos de futuro de Perú requieren de políticas de estado, de largo plazo y consensuadas. Sin embargo, los consensos están muy lejos de alcanzarse cuando Keiko Fujimori arrastra un altísimo voto negativo (que ronda el 45%) y Pedro Castillo aspira a hacer tabula rasa con la herencia “neoliberal”.
La polarización en los extremos va de la mano de una gran fragmentación del voto que se dio tanto en la elección presidencial donde hubo 18 candidatos como en el legislativo.
Los candidatos que van a disputar el balotaje más que lograr concentrar voto favorable reúnen voto prestado, negativo y anti-voto al canalizar el rechazo hacia el rival más que respaldo propio. Como recuerda Martín Tanaka en el diario El Comercio, “al final del cómputo oficial, tenemos que Pedro Castillo ganó la primera vuelta con apenas el 18,9% de los votos válidos, y Keiko Fujimori entró a la segunda con apenas el 13,4%. La suma de ambos, 32,3%, está muy por debajo de la suma de los votos de los contendientes a segunda vuelta de elecciones pasadas: 60,8% en 2016, 55,2% en 2011, 54,9% de 2006 y 62,2% de 2001. Con los votos que obtuvo, Pedro Castillo habría quedado cuarto en 2001 y 2006, y tercero en 2011 y 2016”.
De hecho, con la mayoría de la población habiendo votado más por rechazo al otro que por adhesión al candidato propio, lo más probable es que el ejemplo chileno de 2019, el peruano en 2020 y colombiano en 2021 se repita de nuevo en Perú y la calle -cada vez más empoderada- tome protagonismo: el antifujimorismo ya se está movilizado lo que se profundizaría en caso de gobierno de Keiko Fujimori; y los intentos de cambiar el marco constitucional e institucional a través de una Asamblea por parte de Pedro Castillo abriría las puertas a una gran quiebra de los consensos que han sostenido al país desde 2000-2001.
Efectivamente, la calle se ha alzado como un poder fáctico y ha demostrado tener desde 2019 una creciente capacidad de veto: en Chile para variar la agenda de gobierno y desencadenar un proceso constituyente, en Perú para derribar un gobierno espurio como el de Manuel Merino y en Colombia para defenestrar una reformas fiscal y mantener más de un mes paralizado parte del país. Un futuro gobierno de Keiko o de Castillo va a tener una calle en contra y movilizada cuando no empoderada por ejemplos propios y ajenos y con instituciones debilitadas (partidos, Congreso, poder judicial y presidencia).
A la endeblez de los respaldos sociales que reúnen los dos candidatos se une a la fragilidad de la base de apoyo en el legislativo lo cual deteriora la capacidad de garantizar la gobernabilidad y desde ahí impulsar las reformas. Ni Keiko Fujimori ni Pedro Castillo cuentan con bancadas numerosas y cohesionadas para garantizar la gobernabilidad y la marcha armoniosa de los poderes legislativo y ejecutivo: 37 escaños posee Perú Libre por 24 de la fujimorista Fuerza Popular de 130 curules. Si bien Fujimori tendría más opciones de encontrar aliados -situados muy a la derecha- Castillo afrontaría serios problemas para forjar una mayoría.
Esta coyuntura provoca que no deba descartarse el espectro de que se alargue una perenne crisis institucional en un país que viene de un quinquenio (2016-2021) convulso: cuatro presidentes (Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino y Francisco Sagasti), dos renuncias (Kuczynski en 2018 y Merino en 2020), un referéndum para impulsar una reforma institucional (2018), una disolución anticipada del Congreso (2019) que dio paso a nuevas elecciones legislativas (2020). Como apuntara Fernando Tuesta Soldevila, ante el cuarto intento de vacancia en los últimos tres años que acabó con Vizcarra, esto fue “una demostración de la fragilidad de nuestra institución presidencial, pues si de presunciones de corrupción se tratara, muchos presidentes hubieran sido vacados. Sin ir muy lejos, los de este siglo: Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala. No ocurrió, porque simple y llanamente los opositores no tenían los votos”.
Si la dicotomía fujimorismo frente a antifujimorismo paralizó al país desde 2016, ahora se observa que el factor paralizante es la marcada fragmentación, presente en 2020, que continúa en 2021 y que condicionará al nuevo gobernante, sea Keiko o Castillo.
El período de Kuczynski (2016-2018) fue un ejemplo de ingobernabilidad. El fujimorismo, cuya candidata Keiko Fujimori fue derrotada en la segunda vuelta de las presidenciales de 2016 por una escasa diferencia de 40.000 votos tras ser el partido más votado en primera vuelta, bloqueó la gestión presidencial gracias a su mayoría absoluta en el Legislativo y acabó maniatando al gobierno hasta provocar la renuncia de Kuczynski, acosado también por la sombra de la corrupción. Su sucesor, Martín Vizcarra, trató infructuosamente de sacar adelante las reformas estructurales paralizadas pero chocó con un Congreso reacio a acompañarle en esa senda reformista. Tras disolverlo, el nuevo acabó destituyendo a Vizcarra en 2020.
La política importa y afecta a la economía y la estabilidad social
Esa falla estructural -política e institucional- ha condenado al país a la parálisis reformista y ha tenido consecuencias sociales. Fenómenos como el vivido en Perú durante la década pasada donde convivían una constante inestabilidad política con una larga bonanza económica se ha demostrado inviable de mantener en el tiempo y cada vez va a ser cada vez más extraño que eso acontezca en un mundo marcado no solo por la revolución tecnológica, sino que demanda seguridad jurídica y previsibilidad institucional. Política y economía van por el mismo carril, de forma aunada y paralela, no por vías diferentes.
Perú fue un referente y modelo a seguir para las naciones latinoamericanas por su alta y continuada expansión del PIB, por su diversificación y apertura comercial, capacidad para reducir la pobreza y consolidación de las clases medias. Ese círculo virtuoso que ha sostenido al país durante un cuarto de siglo se ha agotado. La debilidad de gobiernos como el de Humala y la inestabilidad desde 2016 han impedido impulsar las reformas estructurales necesarias para vincular al país a la cuarta revolución industrial y diseñar una nueva matriz económica y productiva, más moderna y capaz de reducir los déficits sociales y materiales.
Los dos pilares que han sostenido el modelo peruano desde mediados de los años 90 -la continuidad de las políticas macroeconómicas y la apertura al exterior – están ahora entre interrogantes ante la ausencia de reformas que den continuidad a la bonanza y por las posibles cambios radicales que proponen ciertos candidatos (Castillo) que dañan la seguridad jurídica de cara al entorno mundial y por la incertidumbre generalizada
Una de las claves que explican el crecimiento ininterrumpido es la continuidad: los diferentes presidentes que gobernaron desde 1990 (Fujimori, Toledo, García, Humala, Kuczynski y Vizcarra) han mantenido las políticas macroeconómicas pese a las diferencias ideológicas que los separaban. Perú ha apostado por la ortodoxia desde hace más de 20 años y las reformas liberalizadoras de Fujimori en los años 90 no solo fueron respetadas sino también completadas y mejoradas por los gobiernos posteriores, lo que propició un ambiente de seguridad jurídica que atrajo a las inversiones. El resultado fue que entre 2002 y 2013 la economía peruana registró una fase de rápida expansión. Durante este período la tasa promedio de crecimiento fue del 6,1% anual con picos de más del 8% en 2007 y 2010 y del 9,1% en 2008.
Ese círculo virtuoso tuvo consecuencias sociales. Dio como resultado que, en un período relativamente corto, la capacidad adquisitiva per cápita de los peruanos casi se duplicara y que la pobreza cayera aproximadamente 30 puntos porcentuales. En una década (2008-2018), Perú redujo en más del 50% el índice de pobreza, que pasó del 55% al 22% de la población. La pobreza extrema cayó del 16% en 2004 al 4% en 2014.
También se expandió una nueva clase media (heterogénea y una parte –el 40%– vulnerable) que explica el boom inmobiliario, el incremento del consumo de bienes duraderos (coches, sobre todo), la demanda de servicios como educación y salud, y el desarrollo de un sector comercial moderno que opera en centros comerciales. Además, al consolidarse una amplia y heterogénea clase media, sus demandas y peticiones se unen a las tradicionales de los sectores indígenas y clases populares. Entre 2011 y 2017, la clase media tuvo un crecimiento acumulado del 36,1% en menos de 10 años. Junto a la continuidad de las políticas macro, otro de los pilares que ha sostenido el modelo peruano fue la apertura comercial que se vio favorecida por los altos precios de las materias primas, la expansión de la agroindustria exportadora y la reducción de los aranceles. Las exportaciones aumentaron de 3.000 millones de dólares en 1990 a 36.000 millones en 2010 hasta superar la pasada década los 52.000 millones.
El rezago de Perú ante la IV Revolución Industrial
La pandemia ha puesto sobre la mesa la necesidad de impulsar en la región una agenda de cambio y transformación estructural para alcanzar un crecimiento económico sólido (por encima del 4,5-5%), continuado (por más de un lustro) y sostenible social y medioambientalmente sin el cual los países de América Latina tendrán dificultades para canalizar las demandas sociales, asegurar la estabilidad político-institucional y vincularse a las grandes tendencias económicas mundiales. Lograr ese cambio estructural contiene asimismo una condición sine qua non: la existencia de una sólida y consolidada gobernabilidad que genere un ambiente propicio y aporte seguridad jurídica, herramienta para estimular las inversiones y atraer capital extranjero. Y la solidez institucional, la previsibilidad y la gobernabilidad se ha convertido en un bien escaso en la actual coyuntura latinoamericana y peruana.
En Perú existe un problema eminentemente político: polarización, fragmentación e incapacidad para pactar una agenda país común entre las diferentes fuerzas. Los diferentes gobiernos que se han sucedido desde la crisis de 2008-2010 no han impulsado las reformas estructurales necesarias para acomodar al país al nuevo marco económico internacional.
La pasada polarización y la actual fragmentación políticas se retroalimentan e impiden que exista una agenda compartida y consensuada de país. La fragmentación provoca ejecutivos débiles que, debido a la polarización en los extremos, encuentran dificultades para conformar y reunir una mayoría parlamentaria sólida que respalde sus políticas públicas y planes de reforma.
Esta parálisis política ha frenado la puesta en marcha de reformas estructurales para la modernización económica del país que como el resto de naciones de América Latina, tras las reformas estructurales de los años 90 (que llevaron aparejado el control de la inflación, el equilibrio del gasto público, la liberalización y la apertura comercial), se acomodó a los tiempos de crecimiento y bonanza.
En el caso peruano, ha encadenado más de tres lustros de subidas ininterrumpidas. La bonanza desincentivó las reformas. La coyuntura favorable unida a los sucesivos gobiernos sin mayoría legislativa y escaso margen de acción (Ollanta Humala, de 2011 a 2015, Pedro Pablo Kuczynski, de 2016 a 2018, y ahora Martín Vizcarra) ha conducido a que ningún presidente haya impulsado, por falta de fortaleza política, las reformas estructurales necesarias.
Esas reformas deberían convertir al Perú en una economía productiva y competitiva y con menor nivel de informalidad (que ronda el 70%), diversificada, vinculada a las cadenas globales de valor, con una decidida apuesta por introducir valor añadido e innovación a sus exportaciones y con un Estado más eficaz y eficiente. Con políticas públicas centradas en apoyar la inversión en capital humano (Perú ocupó el puesto 64 de 77 países en el Informe Pisa de 2018) y físico (se necesitan 160.000 millones de dólares para cerrar el déficit en infraestructuras, según estimaciones de la Asociación de Fomento de Infraestructura Nacional) que respalden la innovación y a los emprendedores.
De hecho, Perú, en las últimas décadas, ha perdido terreno en esos parámetros por no haber llevado a cabo las reformas citadas. Estudios del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) señalan que la productividad total de factores del Perú en los 45 últimos años ha sufrido una variación negativa. Durante el período 1970-2015, cayó un 0,3%. De hecho, un trabajador estadounidense promedio es tan productivo como cinco trabajadores peruanos. Hace 70 años, tres peruanos sumaban la productividad de un estadounidense. Prueba de que se trata de un problema estructural y no coyuntural es que Perú retrocedió nuevamente en el ranking de Competitividad Mundial de 2019. Esta vez pasó del puesto 60 en 2017 al 65 de 141 economías evaluadas.

Tanto la competitividad como la productividad están lastradas por una elevada informalidad laboral que obstaculiza la mejora en ambos aspectos. A mediados de la década pasada la informalidad laboral bordeaba el 80%. Si bien consiguió reducirse al 70% en 2012, en 2018 creció un 5,1% y alcanzó al 73% de la fuerza laboral (el 72% en 2019). Durante la pandemia la informalidad se ha alzado como el principal obstáculo para implementar un conjunto de medidas eficaces para contener la expansión del virus.
Esa falta de competitividad y productividad se explica por la existencia de otros dos déficits: en infraestructuras y en inversión en capital humano. Perú ha crecido en cantidad (ha desterrado prácticamente el analfabetismo) pero no en calidad de la educación.
Estos déficits acumulados explican las fallas del modelo. Perú creció hasta 2020 y lo hizo a mayor velocidad que el resto de la región. Pero comparado con la década dorada (2003-2013) los signos de ralentización eran evidentes ante de 2020 cuando pasó de expandirse al 6,4% en 2011 al 2,47% en 2017 y escasamente por encima del 2% en 2019.

Y, en segundo lugar, se ha paralizado la reducción de las desigualdades sociales y regionales. El círculo virtuoso por el que atravesó el país hasta 2016 tuvo beneficiosos efectos sociales. Dio como resultado que, en un período relativamente corto, la capacidad adquisitiva per cápita de los peruanos casi se duplicara y que la pobreza cayera aproximadamente en 30 puntos porcentuales. En una década (2008-2018), Perú logró reducir en más del 50% el índice de pobreza, que pasó de afectar del 55% al 22% de la población. El 28% de la población que estaba bajo la línea de pobreza en 2005 salió de esta situación. También se expandió una nueva clase media (heterogénea y una parte -40%- vulnerable) que explica el ‘boom’ inmobiliario, el incremento del consumo de bienes durables (autos), la demanda de servicios como educación y salud, y el desarrollo de un sector retail moderno que opera en centros comerciales.
Sin embargo, desde 2016 se ha ralentizado e incluso, en algunos años (2017 y sobre todo 2020), se ha dado un aumento de la pobreza. El auge económico no logró cerrar las brechas sociales –la desigualdad étnica, entre regiones y entre ciudadanos–, lo que ha traído un aumento de las demandas, frustración y descontento. Este ambiente explicaría los estallidos de violencia y protestas que periódicamente se suceden en el país.
A causa de la pandemia la pobreza en Perú se disparó en 2020 al 30,1% de la población, cerca de 10 millones de peruanos que viven con menos de 360 soles (97,8 dólares) al mes, tras experimentar un incremento de 9,9 porcentuales respecto al 2019. Esto significa que más de 3,2 millones de personas volvieron a ser pobres durante la crisis causada por la pandemia de la covid-19, según los datos presentados este viernes por el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). Asimismo, la pobreza extrema se incrementó en 2,2 porcentuales sobre 2019 hasta alcanzar al 5,1 % de la población, equivalente a más de 1,6 millones de peruanos que viven con menos de 191 soles (52 dólares). Con estos datos, que suponen el mayor incremento de los últimos tiempos, la pandemia ha hecho retroceder una década a Perú en su lucha por eliminar la pobreza, ya que le devuelve a los índices de 2010, cuando presentaba 30,8 % de pobreza.

Toda esta coyuntura ha desembocado en un incremento del malestar hacia las instituciones (como se vio en las protestas de 2000) y en el voto de castigo a los partidos y al sistema que encarna Pedro Castillo y otros candidatos rupturistas como Rafael López Aliaga.
Una parte de la explicación de esta ralentización se encuentra en la reversión de las favorables condiciones externas (caída de los precios de las materias primas que Perú exporta, menores entradas de capitales y, en general, condiciones financieras más ajustadas). Pero lo más preocupante es que también existen factores estructurales detrás de esta tendencia: ausencia de reformas estructurales debido a la parálisis política lo que provoca una notable moderación de los incrementos de la productividad y la competitividad peruanas.
Sin reformas estructurales, bloqueadas por la debilidad de los gobiernos y la falta de consensos y voluntad política, no se alcanza la meta de convertir a Perú en un país desarrollado y aquel sueño de Alan García de superar a Chile se convierte en una quimera.
Conclusiones
Perú fue hasta 2016 un país exitoso que mantuvo la estabilidad política tras la caída del régimen de Alberto Fujimori y entró en una fase de fuerte crecimiento económico y reducción de la pobreza gracias a que su prudente política económica atrajo inversiones dentro de un marco de estabilidad y seguridad jurídica.
Sin embargo, el cambio de contexto internacional tras la crisis mundial de 2008, primero, y ahora en 2020 y el nuevo entorno surgido a causa de las exigencias que impone la IV Revolución Industrial han provocado que el modelo peruano se halle agotado: menor crecimiento económico, ralentización de la reducción de la pobreza y drástico aumento en 2020 y una economía poco productiva y competitiva para vincularse a la nueva economía mundial.
Crecer ligeramente por encima de 3%, como ocurrió en el último lustro, resultará insuficiente en los próximos años para atender las necesidades de Perú. A ese ritmo de expansión del PIB no se generaría suficiente empleo para absorber a los nuevos entrantes a la fuerza laboral. Además, con un crecimiento débil, será mucho más difícil seguir reduciendo la pobreza. La vía para salir de este círculo negativo es alcanzar un mayor dinamismo económico apostando por la acumulación de capital (más inversión) e incentivar las ganancias de productividad.
El reto es económico, pero la raíz del problema es político: la crecientemente elevada polarización (la larga pugna en el país entre fujimorismo y antifujimorismo) unida a la crisis del sistema de partidos (fragmentación) han desembocado en la extrema dificultad para alcanzar acuerdos que garanticen la gobernabilidad y una agenda compartida y consensuada de reformas. La segunda vuelta en este 2021 entre Castillo y Fujimori es un ejemplo de todos esos problemas de polarización en los extremos y fragmentación que se erigen en obstáculos para poner en marcha reformas estructurales consensuadas en torno a una agenda país común con el fin de modernizar la economía peruana, consolidar la paz social, fortalecer la estabilidad institucional y generar gobernabilidad.
Quizá nunca sepamos cuando se jodió Perú, pero sin duda desde mediados de la pasada década el país ha perdido el tren de la modernidad y no parece que Keiko Fujimori ni Pedro Castillo reúnan las características adecuadas para encarar esa tarea. El riesgo de un nuevo quinquenio perdido (como el que ha transcurrido entre 2016 y 2021) es el gran riesgo que corre el Perú si el vencedor en la jornada del 6 de junio no garantiza la gobernabilidad y la seguridad jurídica ni pone en marcha reformas que ayuden a modernizar el país.